28/06/2022

ANES

Soy Merche Forte

Merche Forte

Actual Vicepresidenta de ANES,

Desde que entré en mi octavo mes de embarazo tuve síntomas, aparentemente aislados, que se manifestaban alternativamente. Hipertensión, anemia, marcadores inflamatorios en analíticas, inflamación de la cara o partes de ella como labio, oreja, cuello… todo hacía parecer que se trataba de reacciones alérgicas. Durante esos tres años visité varios especialistas: alergólogo, reumatólogo, internista, endocrino, estomatólogo, cardiólogo, un análisis tras otro sin hallar un diagnóstico, aunque todas mis signos eran leves.

Llevaba un mes en que el agotamiento invadía mi cuerpo, me costaba subir escaleras, caminar en pendiente, me faltaba el aire y las piernas se arrastraban por el asfalto sin que yo pudiera alzarlas más de un centímetro para avanzar camino. Mi situación familiar no ayudaba a concretar. Mi estado de ánimo de preocupación constante por mi prima, que acababa de ser diagnosticada con un cáncer fulminante, hizo que me viniera abajo. Todo lo que me pasaba se atribuía a depresión y falta de sueño, incluso pastillas ansiolíticas, que nunca llegué a tomar, me recetaron el último mes para calmar mis nervios y la angustia por la enfermedad de mi prima. Todo hizo enmascarar y no alertó a ningún médico de que algo grave podría estar desencadenándose. Mi debut en SHUa estaba próximo.
Recuerdo aquella noche de jueves santo, 17 de abril de 2014, como si estuviera sucediendo ahora. Después de tres años y medio, y por segunda vez, repetía la frase: ¡Niño despierta! con la intención de alertar a mi marido. En la primera ocasión fue para traer al mundo una nueva vida, la de mi pequeño que nos llenaría de alegría.
Esta vez algo bien distinto estaba a punto de suceder. Sentía como se me iba la mía. En pocas horas pasé de acostarme sin ningún síntoma a tener vómitos, diarrea, taquicardias, mareos y debilidad extrema. Estaba claro que no se trataba de una simple enfermedad común pero ¿Qué me estaba pasando?

Con la analítica de urgencias, llegó un primer diagnóstico alarmante: insuficiencia renal aguda. Mis riñones no estaban funcionando por lo que mi ingreso fue inmediato. Fueron días de analítica tras analítica, biopsia de riñón, y diversas pruebas para lograr el diagnóstico definitivo que llegaría al cuarto día de mi ingreso, en el que mis plaquetas empezaron a descender.

El mismo día que escuché por primera vez Síndrome Hemolítico Urémico Atípico y sin tiempo de reacción, me introducían un catéter en el cuello y amanecía conectada a una máquina para efectuarme mi primera de tres horas, a continuación mi primera sesión de diálisis. Todo eran filtros, mangueras cebadas con mi sangre que me encogían en un suspiro cada vez que pulsaban el botón de arranque. Volvía a la habitación del hospital a media tarde, abatida y con ganas de buscar en internet ese maldito nombre que había intentado memorizar repitiéndolo constantemente en mi cabeza, ya que el tratamiento que estaba recibiendo hacía presagiar lo peor.

No os puedo explicar cómo me sentí después de aquel día, conectada a máquinas ocho horas, había firmado más papeles en una hora que en toda mi vida, todos ellos cargados de advertencias que no ayudaban a tranquilizar la mente y, para colmo, mi lectura final de la enfermedad con datos recogidos en la red derrumbaban mi ánimo. Ésa, sin dudarlo fue la peor noche de mi vida, sentada en la cama pensando que me quedaban horas de vida, que no volvería a ver a mi hijo, desesperada rezaba a Dios que me dejara con la suficiente fuerza para coger su manita y darle su beso de buenas noches, volver a ver esa sonrisa aunque fuera postrada en un sillón, débil y enferma.

Me conformaba con un hilo de vida. Con 33 años no podía acabar así, tenía la cabeza llena de planes, proyectos familiares y un entorno laboral que me apasionaba. Le di un repaso a todo aquella noche, alimentando mis miedos de que todo desapareciera en unas horas.

Así transcurrió casi un mes, entre plasmaféresis y diálisis mi sangre se extraía de mi cuerpo para pasar de una máquina a otra durante horas. Máquinas que me mantenían con vida mientras mis analíticas no empezaran a mostrar signos de mejoría, a pesar de que mis riñones estaban muy dañados. Compañeros de habitación entraban y salían mientras yo debía continuar mi encierro. Afortunadamente tuve la oportunidad de conocer gente que quedaría en el recuerdo para siempre como el mosén Diego, acompañando a su madre enferma, que sin saberlo daría consuelo y esperanza en los malos momentos.

Casi un mes de nervios, lucha, dudas, miedos, lloros, todo acompañado por mis dos llamadas nocturnas de buenas noches. La de mi madre, que si no se quedaba conmigo marcaba mi número todas las veces que podía, y la de una prima que peleaba por su vida en otra cama de hospital y a pesar de ello tenía un hueco para mí en su cabeza cada día. Curiosa y cruel es la vida cuando hizo que una lloráramos por la otra a la vez. Lamentablemente ella corrió peor suerte y mi primer alta hospitalaria sirvió para despedirla en su funeral.

Poco duró mi libertad ya que a los pocos días ingresaba de nuevo porque mis plaquetas volvían a descender alarmantemente. Estaba sufriendo una recaída en la enfermedad en menos de un mes, justo cuando me disponían para mi segunda biopsia de riñón sorteada con la ayuda de un ángel y un ataque de ansiedad que afortunadamente desestabilizó mis constantes e hizo desaconsejable llevarla a cabo.
En esta ocasión por fin me concedían el milagroso tratamiento del que tanto había oído hablar y que nunca llegaba. El Soliris (Eculizumab), era mi siguiente acompañante en la batalla, junto con mis sesiones de diálisis en días alternos. Así transcurrieron otras tres semanas de ingreso, no con menos tensión que la primera vez ya que se había demostrado que la plasmaféresis no era un tratamiento duradero en mi caso y se desconocía mi reacción a esta nueva mediación.
Afortunadamente, de forma lenta mi sangre empezó a reaccionar dejando de hemolizar pausadamente.

Sorprendentemente a los tres meses y con una función renal del 17% que ascendía muy lentamente, podía dejar mis sesiones de diálisis, que lo único bueno que tenían, además de que me mantenían con vida, eran las visitas del más curtido del hospital, el mosén Javier que con sus relatos de vida amenizaba las horas en esa camilla, y un entrañable equipo de enfermeras, entre ellas las tres veteranas que daban el toque maternal a los enfermos sirviendo de aliento a los que pasábamos horas y horas en esa sala. Palabras de cariño y masajes con Trombocid en mi cuerpo dolorido y amoratado hace que las recuerde con especial cariño por los momentos de llanto que viví junto a ellas.

En pocos meses llegaron los resultados del estudio genético que hallaba una mutación genética bastante agresiva. Sentimientos contradictorios me invadieron ya que en aproximadamente el 50 % de los casos no se consigue hallar mutación y el diagnóstico queda como incompleto porque desconoces si existe un factor que aumente la probabilidad, pero por otro lado mis resultados mostraban una mutación de las complicadas estadísticamente más recurrente que, gracias a Dios, mi hijo no ha heredado. Es curioso que yo hable de estadísticas, ya que por todos es conocido que soy experta en saltármelas; doy fe con una enfermedad rara y otra ultrarara con las que alterno a diario

Días duros de tratamientos, analíticas, pruebas, dieta alimentaria de lo más estricta con restricción implacable de líquidos hacían la lucha más dura. Todavía recuerdo ese bocadillo en el hospital con sabor a ibérico de bellota como el mejor de los manjares, porque ya que una se dispone a celebrar una mejoría, que sea a lo grande. Mi cara al ver semejante mendrugo de pan untado en tomate hacía que hasta el albal del envoltorio se convirtiera en comestible.

Al día siguiente a las seis de la mañana analítica y primer resultado con colesterol; pero no te sientas culpable hermano por ser cómplice de mi pecado y abastecerme aquella noche de semejante tentación. Si hubiera sido sólo en esa analítica igual tendría sentido tu remordimiento, pero desde entonces no ha bajado ese valor y tú no has vuelto a tener un detallazo como aquel en los meses siguientes por lo que achaquémoslo a la enfermedad ya que tu conciencia debe estar más limpia que tu cartera.

Mal estar, inflamación de ganglios linfáticos y fiebre me llevan a mi tercer ingreso acompañado de dos intervenciones quirúrgicas en 48 horas que consiguen un nuevo diagnóstico y suman el nombre de otra enfermedad de esas raras e impronunciables a la lista: Sarcoidosis, enfermedad que llena mi vida de cortisona y de dolores diarios bajo las costillas.
El día de éste segundo diagnóstico, sentí tal alivio al descartar el cáncer linfático que no fui consciente de la repercusión que tendría ésta segunda enfermedad sobre la primera, ni la magnitud de las complicaciones que provocaría poniéndome de nuevo en riesgo más adelante.

El Soliris consiguió, no sólo estabilizarme, si no devolverme un porcentaje de función renal que previamente habría sido un sueño inalcanzable pero, transcurrido un año de infusiones del medicamento, he tenido que renunciar a él por un nuevo brote de Sarcoidosis que me ingresó de nuevo y que ha hecho reaparecer adenopatías en el mediastino, inflamación de ganglios linfáticos, inflamación en la médula, adormecimiento de extremidades, ahogos, agotamiento intenso y otros síntomas que hay días que son mi tortura.

Esta enfermedad llamada Sarcoidosis, a la que no presté atención y subestimé de inicio, hoy hace que mi vida se haya vuelto más incierta que nunca y afecta directamente a mi tratamiento para el Síndrome Hemolítico Urémico Atípico, poniéndome de nuevo en riesgo a que un desencadenante reinicie el ciclo y de nuevo me encare a otra batalla que lidiar. A diario me recuerda que está presente amenazando mi salud y, aunque en este tiempo una aprende a enfrentarse al enemigo y asume los nuevos retos, os aseguro que cuando el enemigo es invisible todo se vuelve más borroso, el ánimo se quiere esfumar y es necesario potenciar el optimismo para no entrar en un bucle que acabe con mis sueños a los que no estoy dispuesta a renunciar en vida.

Mi función renal actual ronda el 40%, mi sangre se mantiene en niveles buenos de anemia, plaquetas, hemólisis, y yo, junto con un cargamento de 14 medicamentos diarios, nos encargamos de sobrellevar los daños colaterales que han ido surgiendo durante este tiempo; caída del cabello, metamorfosis física y esa lista de síntomas que a cualquier persona de forma individual ya pondría en alerta, y que yo debo aprender a convivir como el mejor de mis problemas.

Afortunadamente no camino sola en esta lucha. Cuento con el mejor batallón en mi familia, además de mis dos pilares incansables y generosos de ojos azules que aguantan las envestidas que la vida nos está dando y dejan que me soporte sobre ellos y me ayudan en mi recuperación diaria.

Que hoy no os de pena mi relato, ya que yo estoy contenta por mi situación actual, que os aseguro es muchísimo mejor de la que supliqué en mis oraciones aquella angustiosa noche y, aunque soy consciente que mi vida nunca volverá a ser la misma, lucho cada día por mantener la esperanza, disfrutar de mi familia e intentar devolverles una estabilidad, aunque distinta a la que teníamos antes de mi debut.

Yo pongo la sonrisa a una lucha que mi hijo llena de sentido.

Si quieres que te siga contando, tienes más vivencias y reflexiones en mi blog.

2 Comentarios

  1. Mucho ánimo eres una luchadora

    Responder
    • Muchísimas gracias, Navidad!

      Responder

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